lunes, 7 de octubre de 2013

Desde la fe / Recordar para agradecer



Ayer unos 50 hombres regresaron de Jarabacoa a nuestra Iglesia. Fueron confrontados en muchas áreas de su vida, especialmente en aspectos vinculados a la calidad de sus relaciones y a los parámetros de Dios para las mismas. Vimos muchas cosas “sucias”. Sin embargo, a veces es bueno recordar estos trapos para fortalecer nuestro corazón agradecido al Señor. Les comparto esta breve reflexión de Christopher Shaw en el devocional “Alza tus ojos”.

El valor de los recuerdos
Sacrificarás la víctima de la Pascua a Jehová, tu Dios, de las ovejas y las vacas, en el lugar que Jehová escoja para que habite allí su nombre. No comerás con ella pan con levadura; durante siete días comerás con ella pan sin levadura, pan de aflicción, porque aprisa saliste de la tierra de Egipto, para que todos los días de tu vida te acuerdes del día en que saliste de la tierra de
Egipto. Deuteronomio 16.2–3
Aunque muchas veces intentamos borrar de nuestro pasado aquellas experiencias negativas por las cuales hemos transitado, el Señor nos muestra, en el texto de hoy, que pueden cumplir un importante papel en nuestra vida espiritual. Para ayudar al pueblo de Israel a no olvidar el camino por el cual había transitado instituyó una fiesta anual con el solo propósito de que no olvidaran su peregrinaje como pueblo de Dios.
¿Qué era lo que puntualmente debían recordar? En primer lugar, debían recordar que en el pasado habían sido esclavos, sin esperanza de que alguien los librara de esa condición. La libertad que hoy gozaban era una libertad que les había sido regalada, no una adquirida por sus propios méritos o esfuerzo. En segundo lugar, el día que salieron de Egipto fue por la intervención poderosa de Dios a favor de ellos. Hubo un precio que pagar para que pudieran ser libres. Una nación sufrió toda clase de calamidades para que un faraón de duro corazón finalmente les otorgara el permiso de marcharse. En tercer lugar, habían salido de Egipto solamente con la ropa que llevaban puesta. No tenían ninguna de las posesiones que ahora disfrutaban. De la penuria absoluta, Dios les había transformado en una nación grande y próspera.
¿Cuál era el beneficio de que ellos recordaran todas estas cosas?
Les ayudaría a ser agradecidos. Este es el gran problema que enfrentamos a diario. Nos levantamos y nos quejamos porque está lloviendo, porque no nos gusta la comida que hay en la mesa o porque tenemos que ir a trabajar.

Nuestras palabras revelan que hemos perdido de vista que nada de lo que tenemos es nuestro por derecho, sino por la exclusiva bondad de Dios. La falta de conciencia de nuestra verdadera condición espiritual nos lleva a un corazón de ingratitud que se traduce en una vida llena de quejas y reclamos.
La gratitud no solamente nos lleva a recordar, a cada paso de nuestro andar, a la persona de Dios -de cuyas manos fluyen todas las cosas buenas-, sino que  también produce en nosotros un deleite en cada experiencia, en cada relación, en cada actividad en la cual tenemos participación. Ya que lo que tenemos es un regalo, lo disfrutamos como algo inmerecido que demuestra el amor de Aquel que nos lo dio.
Para los que estamos sirviendo en la iglesia también es fácil olvidar de dónde nos sacó el Señor. Podemos caer en la queja y la ingratitud, reclamando mayor respeto o mayores privilegios, como si hubiéramos entrado al ministerio por nuestros propios méritos. Qué bueno es que cada día podamos recordar que  servimos solamente porque él nos ha concedido tal privilegio.
Para pensar:
«Entonces entró el rey David y se puso delante de Jehová, y dijo: «Señor Jehová, ¿quién soy yo, y qué es mi casa, para que tú me hayas traído hasta aquí?» (2 S 7.18).

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