Ayer unos 50 hombres regresaron de
Jarabacoa a nuestra Iglesia. Fueron confrontados en muchas áreas de su vida,
especialmente en aspectos vinculados a la calidad de sus relaciones y a los
parámetros de Dios para las mismas. Vimos muchas cosas “sucias”. Sin embargo, a
veces es bueno recordar estos trapos para fortalecer nuestro corazón agradecido
al Señor. Les comparto esta breve reflexión de Christopher Shaw en el
devocional “Alza tus ojos”.
El
valor de los recuerdos
Sacrificarás la víctima de la Pascua
a Jehová, tu Dios, de las ovejas y las vacas, en el lugar que Jehová escoja
para que habite allí su nombre. No comerás con ella pan con levadura; durante
siete días comerás con ella pan sin levadura, pan de aflicción, porque aprisa
saliste de la tierra de Egipto, para que todos los días de tu vida te acuerdes
del día en que saliste de la tierra de
Egipto. Deuteronomio 16.2–3
Aunque muchas veces
intentamos borrar de nuestro pasado aquellas experiencias negativas por las
cuales hemos transitado, el Señor nos muestra, en el texto de hoy, que pueden
cumplir un importante papel en nuestra vida espiritual. Para ayudar al pueblo
de Israel a no olvidar el camino por el cual había transitado instituyó una fiesta
anual con el solo propósito de que no olvidaran
su peregrinaje como pueblo de Dios.
¿Qué era lo que
puntualmente debían recordar? En primer lugar, debían recordar que en el pasado habían sido esclavos, sin esperanza de
que alguien los librara de esa condición. La libertad que hoy gozaban era
una libertad que les había sido regalada, no una adquirida por sus propios
méritos o esfuerzo. En segundo lugar, el
día que salieron de Egipto fue por la intervención poderosa de Dios a favor de
ellos. Hubo un precio que pagar para que pudieran ser libres. Una nación
sufrió toda clase de calamidades para que un faraón de duro corazón finalmente les
otorgara el permiso de marcharse. En tercer lugar, habían salido de Egipto solamente con la ropa que llevaban puesta.
No tenían ninguna de las posesiones que ahora disfrutaban. De la penuria
absoluta, Dios les había transformado en una nación grande y próspera.
¿Cuál era el beneficio de que ellos recordaran todas
estas cosas?
Les
ayudaría a ser agradecidos.
Este es el gran problema que enfrentamos a diario. Nos levantamos y nos
quejamos porque está lloviendo, porque no nos gusta la comida que hay en la
mesa o porque tenemos que ir a trabajar.
Nuestras palabras
revelan que hemos perdido de vista que
nada de lo que tenemos es nuestro por derecho, sino por la exclusiva bondad
de Dios. La falta de conciencia de nuestra verdadera condición espiritual nos
lleva a un corazón de ingratitud que se traduce en una vida llena de quejas y
reclamos.
La
gratitud no
solamente nos lleva a recordar, a cada paso de nuestro andar, a la persona de
Dios -de cuyas manos fluyen todas las cosas buenas-, sino que también produce
en nosotros un deleite en cada experiencia, en cada relación, en cada
actividad en la cual tenemos participación. Ya que lo que tenemos es un regalo,
lo disfrutamos como algo inmerecido que demuestra el amor de Aquel que nos lo
dio.
Para los que estamos
sirviendo en la iglesia también es fácil olvidar de dónde nos sacó el Señor.
Podemos caer en la queja y la ingratitud, reclamando mayor respeto o mayores
privilegios, como si hubiéramos entrado al ministerio por nuestros propios
méritos. Qué bueno es que cada día
podamos recordar que servimos solamente
porque él nos ha concedido tal privilegio.
Para pensar:
«Entonces
entró el rey David y se puso delante de Jehová, y dijo: «Señor Jehová, ¿quién
soy yo, y qué es mi casa, para que tú me hayas traído hasta aquí?» (2 S 7.18).
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